El manejo petrolero, y el papel de éste en el
desarrollo socioeconómico mexicano, forman parte del debate político en torno
a la definición de la responsabilidad del Estado en garantizar el bienestar de
la nación. Para la sociedad mexicana, el gobierno debe garantizar el
cumplimiento del mandato constitucional de usar el petróleo como factor de
desarrollo –satisfacer a precios competitivos la demanda de productos
energéticos del sector productivo y de los hogares– y evitar la inestabilidad
ocasionada por los fenómenos meteorológicos o por los desajustes entre la
demanda y la oferta que, cíclicamente, ocurren en el mercado internacional;
así como cubrir los elementos que afectan la estabilidad de los precios y del
abasto (la capacidad de extracción, refinación y producción); asegurar la
introducción de nuevas tecnologías y la creación de fuentes alternativas de
energía y la protección ambiental.
En
la política petrolera instrumentada por el gobierno, a partir de Cantarell,
hay dos estrategias: extraer de Pemex la máxima renta posible, sin miramientos
de las necesidades de reproducción de su capacidad productiva o los daños
ambientales o los desajustes macroeconómicos por la revaluación; y obtener
recursos para resolver los cuellos de botella fiscal y de recursos externos. La
tasa de explotación se desasoció del crecimiento de la demanda interna,
incrementando las exportaciones a mayor velocidad que ésta (cuadro 1). Los
aumentos en la producción (más de 3000% entre 1965 y 2008, se han dirigido a
las exportaciones, pues el consumo interno creció a un ritmo considerablemente
inferior. De exportar 16% de la producción en 1965, se pasó a vender en el
exterior 51% de la producción en 1980 y 64.6% en 2008. Los efectos de estas
estrategias sobre Pemex son el agotamiento de las reservas probadas y el
estrangulamiento financiero.
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